domingo, 3 de febrero de 2013

La primera Guerra Mundial y sus consecuencias

Paul McCartney, Pipes of Peace, 1983

Todos nosotros (usted el lector y yo el escribidor) hemos nacido en el siglo XX. Un siglo con bastantes puntos para lograr el premio de la Historia al siglo más calamitoso. Así que cuando las cosas no nos salen bien (el examen de Sociales, por poner un ejemplo), siempre podemos decir que estamos a tono con nuestra época. Ya lo dijo un poeta :

Raro asunto
que entre la muchedumbre de los siglos,
que existiendo la China innumerable,
y Bosnia, y las cruzadas, y los incas,
fuese a tocarme a mí precisamente
este trabajo amargo de ser yo.


De todos modos también tenemos excusas: el siglo XX es también el de las grandes conquistas humanitarias, científicas y tecnológicas. Y además, por otro lado, nosotros no hemos hecho nada especial para ser nacidos en él...
*  *  *
Pues bien, vamos a comenzar a estudiar el siglo XX que, queramos o no, aún influye poderosamente en nuestro presente.

A principios del siglo XX, en el mundo desarrollado (Europa, América, Japón...) todavía predominaba el optimismo del siglo XIX, un arraigado complejo de superioridad. El enorme desarrollo continuado durante tanto tiempo, la sensación de poder y privilegio sobre el resto del mundo, lo prolongado del periodo de paz que se disfrutaba, condujo al firme convencimiento en el triunfo definitivo del progreso y la civilización. Naturalmente no se advertían las fallas, profundas y sangrantes, tanto en sus propias sociedades como en los extensos imperios coloniales. Posiblemente quedaban ocultas por la propia grandilocuencia de los principios de Libertad, Igualdad y Nación.

La Primera Guerra Mundial fue la consecuencia de todo ello. Fue una guerra popular en su inicio, pero que pronto alcanzó unas cotas de barbarie y deshumanización como posiblemente no habían conocido jamás sus protagonistas, activos o pasivos. Del mismo modo que un siglo atrás la revolución francesa y Napoleón habían creado un nuevo régimen, también ahora se va a hundir un viejo mundo y va a emerger lenta, dolorosa y entre inmensas dudas, uno nuevo.

Soldado francés en la Batalla del Marne

Materiales

Como en todos los temas, éstos son los documentos básicos:


Pero para saber más y para realizar algunas actividades puedes necesitar los siguientes documentos (todos ellos fácilmente localizables):
  • Jünger, Tempestades de acero es un libro en el que el autor narra su participación en la Primera Guerra Mundial. Libro aconsejable para aquellos que disfruten leyendo.
  • Kubrick, Senderos de gloria es una excelente película que reconstruye de modo muy eficaz las penalidades de la guerra de trincheras (y de cualquier guerra).
  • Steinbeck, Las uvas de la ira es una larga y absorbente novela que muestra cómo en la época posterior a la guerra la deshumanización sigue omnipresente.
  • Hergé, El cetro de Ottokar es la propuesta más light, aunque muy interesante y valiosa. En este cómic se puede analizar la crisis de los sistemas liberales, amenzados por soluciones autoritarias.
  • Ford, Las uvas de la ira es la genial versión cinematográfica de la novela indica más arriba. No es ni mejor ni peor, es distinta.
Tamara de Lempicka, Autorretrato en Bugatti verde

Actividades

5.1. En el siguiente texto, el escritor Jünger narra cómo se enteró del inicio de la guerra, y expone su reacción y la de la sociedad en general. Reflexiona, y comenta detenidamente las razones que pudieron tener para actuar como actuaron.

ERNST JÜNGER, EL ESTALLIDO DE LA GUERRA DE 1914
Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las tormentas de verano. La actitud de la gente era más franca y despreocupada de lo normal, pero sus ocupaciones seguían discurriendo por los cauces habituales. Por eso, y no obstante lo que estaba ocurriendo, tampoco mi familia dejó de emprender, como todos los años, el habitual viaje de veraneo hacia la isla de Juist.
Esta vez no había acompañado yo a mis padres y hermanos; me había quedado en nuestra solitaria casa a fin de preparar con calma el examen final de bachillerato. Sentía deseos de librarme pronto de los bancos escolares, que me resultaban cada vez más agobiantes. Por mi modo de ser tendía hacia una amplitud y libertad vitales que presumía, sin duda con razón, que eran irrealizables en la aburguesada Alemania. Un año antes había intentado ya un golpe de fuerza; me había escapado de casa al amparo de la noche, para correr aventuras por el mundo. Como les suele suceder a los fugitivos adolescentes, muy pronto fui devuelto a casa. Mi padre, hombre de sentido práctico, había cerrado un pacto conmigo; primero haría el examen final de bachillerato y luego me dedicaría a recorrer el mundo a mi gusto y capricho. Esta agradable perspectiva espoleaba considerablemente mi diligencia.
Había realizado ya grandes progresos en mis estudios cuando, hacia el final de las vacaciones escolares, en aquel día de agosto tan henchido de significado, subí al tejado de nuestra granja; aquel edificio había sido pasto de las llamas el año anterior y ahora estaban reparándolo. Allí se encontraba trabajando Robert Meier, nuestro jardinero, acompañado de un obrero desconocido para mí, que nos había enviado por algunos días una empresa fabricante de cubiertas de tejado a prueba de fuego. Mientras aquellos dos hombres clavaban en los cabrios los tableros de la cubierta, yo les hacía compañía y charlaba con ellos.
Desde aquel tejado se podía divisar en toda su amplitud el antiquísimo paisaje de llanuras en que estaba situada nuestra casa. Hacia el este, cerraba el horizonte un lago de grandes dimensiones llamado el Mar de Steinhude; hacia el oeste, la mirada se perdía en una extensa zona pantanosa en la cual, según contaban viejas tradiciones, un ejército de Germánico había sufrido un descalabro. Por el sur penetraban en la llanura las últimas estribaciones de los montes del Weser; y hacia el norte se extendía la planicie por los páramos de Nienburg, sembrados de oscuros bosques de pinos. El campo de visión abarcaba, pues, todos los elementos de este paisaje que yo sentía como mi verdadera patria.
Sentados en el tejado, que los rayos del sol habían recalentado, nos hallábamos entregados a nuestra charla, cuando pasó por la parte de abajo, montado en su bicicleta, el cartero, tal como solía hacer siempre a aquella hora. Sin bajarse, nos gritó estas tres palabras: «¡Orden de movilización!». Sin duda hacía ya horas que el telégrafo estaba difundiendo incesantemente esas mismas palabras por todos los rincones del país.
El tejador acababa de alzar el martillo para dar un golpe. Detuvo su movimiento y con toda suavidad depositó la herramienta sobre el tejado. En ese instante entraba en vigor para él un calendario diferente. Había cumplido ya el servicio militar y en los próximos días tendría que presentarse a su regimiento. Meier pertenecía a la reserva de reemplazo y también para él era inminente el llamamiento a filas. Yo tomé la resolución de participar en la guerra como voluntario, decisión que adoptaban a aquella misma hora centenares de miles de hombres.
Nuestro pequeño y pacífico grupo se había convertido de golpe en un grupo de soldados, y eso mismo ocurría en todos los sitios de Alemania en que estuviesen reunidos unos cuantos hombres. Recogimos las herramientas y acordamos tomar un trago en la aldea. Cuando llegamos ante el ayuntamiento vimos que ya estaba expuesta en el tablón de anuncios la orden de movilización. En la taberna no se notaba ninguna excitación especial –al campesino de la baja Sajonia le es ajena la exaltación, su elemento propio es la tenaz fuerza de la tierra. No regresamos a casa hasta bastante tiempo después; mientras caminábamos por la solitaria carretera íbamos cantando la hermosa canción que dice:
Auf auf Kameraden von der Infanterie,
es gilt für unser Leben...
[Arriba, arriba, camaradas de la infantería,
hemos de luchar por nuestra vida... ]
Mis padres regresaron al día siguiente; todos los lugares de veraneo se habían quedado vacíos de repente. Por la tarde fui en tren a Hannover para inscribirme en un regimiento. De vez en cuando veía junto a los raíles unos peleles rellenos de paja que se bamboleaban al viento. Los guardavías habían colgado al zar Nicolás.
Por la Plaza de Ernesto-Augusto pasaba desfilando un regimiento que marchaba al frente. Los soldados cantaban, entre sus filas se habían introducido señoras y muchachas y los adornaban con flores. Desde entonces he visto muchas multitudes arrebatadas de entusiasmo; ningún otro ha sido tan hondo y poderoso como el de aquel día.
A la mañana siguiente me dirigí al cuartel del 74° Regimiento de Infantería, que encontré sitiado por millares de voluntarios. Era completamente imposible avanzar dentro de aquella muchedumbre. Por fin al tercer día conseguí llegar hasta el 730 Regimiento de Fusileros; allí me declararon apto y me apuntaron en las listas. Una vez resuelto el problema de mi inscripción, un escribiente me gritó, cuando ya me marchaba:
–¿Y usted qué es? ¿Está en el último curso de la enseñanza media? ¿Quiere hacer también el bachillerato?
En medio de la agitación en que me encontraba se me había olvidado del todo aquella cuestión, que tampoco me parecía ya tan importante. De todos modo hice que me extendieran un certificado, y así fue cómo durante cinco días sufrí, junto con otros compañeros de infortunio, una serie de exámenes escritos y orales. Como es natural, las pruebas fueron fáciles; en realidad resultaba menos difícil aprobar que suspender. Aun así, hubo entre nosotros un ave de mal agüero que logró realmente esto último. Una vez que me matriculé en la universidad de Heidelberg, quedé libre de toda clase de preocupaciones.
Durante las semanas siguientes me despertaba de muy buen humor por las mañanas –en especial cuando la noche anterior había estado soñando que aún no tenía aprobado el examen final de bachillerato. En realidad sólo había una cosa que me desazonaba; me llenaban de angustia las noticias que los periódicos traían acerca de nuestras victorias. Según ellos, algunas patrullas de la caballería alemana habían divisado ya las torres de París; si las cosas continuaban progresando de ese modo, ¿qué iba a quedar para nosotros? Pues también nosotros queríamos oír el silbido de las balas y vivir esos instantes que cabe calificar como el bautismo propiamente dicho del varón.
La ansiada orden llegó por fin; el 6 de octubre debía presentarme en el cuartel. Las semanas de instrucción transcurrieron con rapidez; pasaba los días en el páramo de Vahrenwald o en la Plaza de Waterloo; las noches, como es natural, con buenos camaradas o con una chica. Aprendí a disparar y desfilar y entablé también conocimiento con la disciplina prusiana. Y si bien es cierto que al principio choqué violentamente con ella, con todas y cada una de sus normas, le debo más que a todos los maestros de escuela y a todos los libros del mundo.
De repente, el 27 de diciembre nos pusieron en estado de alerta; el frente nos estaba aguardando. Cargados con un pesado equipaje y, sin embargo, eufóricos como en un día de fiesta, desfilamos hacia la estación del ferrocarril. En el bolsillo de mi guerrera había guardado una libreta delgada; estaba destinada a mis anotaciones diarias. Sabía que nunca más volverían las cosas que nos aguardaban y me encaminaba hacia ellas con suma curiosidad. También tendía, por mi propia manera de ser, a observar las cosas; desde muy pronto sentí predilección por los telescopios y los microscopios, instrumentos con que se ve lo grande y lo pequeño. Y entre los escritores admiraba desde siempre a los que, además de poseer unos ojos agudos para todo lo visible, se hallaban dotados también de un instinto para lo invisible.
Cuando llegó el tren comenzaba a oscurecer. Entre cánticos nos sumergimos en la noche. Cuando con luces y ruidos pasábamos rodando junto a las aldeas y las solitarias casas de labor, sin duda los padres que allí estaban sentados a las mesas con sus hijos decían:
–Son soldados. Marchan a la guerra.
Y tal vez los niños preguntaban:
–¿La guerra...? ¿Qué es eso?

 5.2. En este tema observaremos un cambio considerable en el papel social de la mujer. Debes realizar un comentario crítico sobre estos dos documentos gráficos de la época. El primero es un recortable francés. El segundo una ilustración humorística de una revista norteamericana.


 5.3. Realiza un informe sobre uno de los seis documentos para saber más. No es preciso reflejar toda la obra, sino que resulta más apropiado escoger un aspecto determinado, y relacionarlo con algunas de las cuestiones que estudiaremos en este tema.