Paul McCartney, Pipes of Peace, 1983
Todo ello provocaba en estas sociedades la generalización de un auténtico complejo de superioridad, la certeza de estar viviendo la época más espléndida de la historia de la Humanidad: cada vez se vivía mejor, el nivel de vida crecía para todas las capas sociales, las costumbre se hacían más pacíficas y humanitarias, los inventos y los adelantos técnicos se producían constantemente, y había una confianza ciega en un progreso ilimitado que en poco tiempo afectaría a toda la población mundial.
Pero al mismo tiempo los países eran cada vez más nacionalistas, con una visión exclusivista de sus propios logros, de su propia cultura, de sus propios derechos a una posición prominente entre las demás naciones. Y las contrariedades o los fracasos pasaron a ser vistas como obra de los envidiosos-taimados-malvados estados rivales. Así, una parte significativa de los cada vez mayores recursos de los que se disponía se dedicaron a reforzar sus fuerzas armadas: ejércitos cada vez más numerosos (gracias al servicio militar obligatorio) y con un poder destructivo incomparable (gracias a la revolución tecnológica).
Pues bien, cuando se inició la guerra aparentemente nadie fue consciente de lo que iba a ocurrir: el entusiasmo popular fue grande en todos los países, aunque duró poco. Pronto se advirtió que la Gran Guerra (como se la llamó) había acabado con muchas cosas además de con la paz, y entre ellas con la confianza en el progreso. El futuro pasó a ser visto como una amenaza, y para conjurarla se acudió a ideologías que proponían soluciones drásticas al desastre del presente. Un joven soldado forzoso inglés aprovechará los momentos de descanso en las inhumanas trincheras para pergeñar sobre el papel los primeros trazos de un inhóspito mundo imaginario poblado de seres de todo tipo en constante lucha bajo la constante presencia de un mal absoluto. El escritor en ciernes se llamaba J. R. R. Tolkien, el mundo que comenzaba a crear se convertirá en la Tierra Media, y años después publicaría El Señor de los Anillos.
En este tema vamos a estudiar la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias. Para ello es necesario que descargues cuanto antes la correspondiente Presentación que utilizaremos en clase. También te será útil este mapa:
Pero para saber más y para realizar algunas actividades puedes utilizar los siguientes documentos:
- Jünger, Tempestades de acero es un libro en el que el autor narra su participación en la Primera Guerra Mundial. Libro aconsejable para aquellos que disfruten leyendo.
- Tardi, La guerra de las trincheras es un comic actual muy duro (y con el que no es preciso estar de acuerdo para admirarlo y aprender de él).
- Blasco Ibáñez, Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue un auténtico best-seller de la época sobre la Gran Guerra.
- Steinbeck, Las uvas de la ira es una larga y absorbente novela que muestra cómo en la época posterior a la guerra la deshumanización sigue omnipresente.
Otto Dix, Tríptico de la guerra |
1. Stefan Zweig fue un destacado escritor austríaco, pacifista e internacionalista. En su obra El mundo de ayer. Memorias de un europeo, escritas poco antes de su muerte en 1942, recuerda así la reacción general ante el inicio de la guerra. Lee este fragmento, resúmelo y coméntalo. ¿Cuál es su actitud? Compáralo con el texto Ernst Jünger, El estallido de la guerra de 1914, que encontrarás en esta vieja entrada del blog.
¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomáticos habían jugado y faroleado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra de sus propósitos, había desembocado en un repentino entusiasmo. Se formaban manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquierse oían bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie se había fijado nunca y a quien nadie había agasajado jamás.
En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. [...] Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su yo, que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme, y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. [...]
Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia desgana de cultura, el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués, y liberar los viejos instintos de sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos: la inquietante embriaguez de millones de seres, difícil de describir con palabras, que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de nuestra época.
2. Comenta este otro tríptico de Otto Dix, titulado Metrópolis, y pintado en 1927-28. ¿Cómo interpretas cada escena?
3. En su libro Groucho y yo, Groucho Marx recordaba de este modo la gran crisis económica de 1929. Resume y comenta el texto.
Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de valores. […] Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que era un negociante muy astuto. Todo lo que compraba aumentaba de valor. Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor.
Mi sueldo semanal en Los cuatro locos era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. […] Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días. Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo:
–Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe? Peces gordos, de verdad. Hablaban del mercado de valores y, créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. Oí que uno de los individuos decía al otro: “Ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation”.
Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acaba de desayunar y todavía iba en batín.
–En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa –dijo–. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones…
–Harpo –dije–, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez enteros!
De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por ciento.
El mercado siguió subiendo y subiendo. Lo más sorprendente del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo.
–No sé gran cosa sobre Wall Street –empecé a decir en son de disculpa– pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?
Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y dijo:
–Señor Marx, lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro. Éste ha cesado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
Con cierto cansancio pregunté:
–¿Cree que es una buena compra?
–No hay otra mejor –me contestó–. Si hay algo que todos hemos de usar son las tuberías.
–Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán trescientas.
Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba seguro de que iba doblar su valor en pocos meses. Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios –y en muchos casos sus ahorros de toda la vida– en Wall Street. De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela.
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presas del pánico. Todo el mundo quiso vender. Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego, Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando. El día del hundimiento final, mi amigo Max Gordon me telefoneó desde Nueva York. Todo lo que dijo fue: “Marx, la broma ha terminado”.
4. Realiza un informe sobre uno de los cuatro documentos para saber más. No es preciso reflejar toda la obra, sino que resulta más apropiado escoger un aspecto determinado, y relacionarlo con algunas de las cuestiones que estudiaremos en este tema.