lunes, 9 de diciembre de 2013

Los cambios del siglo XIX

La máquina de vapor, una de las bases de la industrialización

Con este nuevo tema vamos a terminar con el siglo XIX. Ahora no nos vamos a ocupar de acontecimientos concretos ocurridos en momentos determinados, sino de las grandes transformaciones de todo tipo que se producen de forma progresiva a largo de todo el siglo. El resultado será una sociedad mucho más parecida a la nuestra, en la que se imponen nuevos valores, nuevas ideas, y nuevos principios sociales y económicos.

Trataremos de cuatro aspectos:

  • La revolución política y social, con el triunfo aparentemente definitivo del liberalismo. Éste, sin embargo, será rechazado por razones diversas por parte de determinados grupos. De forma paralela el nacionalismo (o su "doble", el internacionalismo) se convierte en un elemento decisivo para muchas gentes.
  • La revolución industrial supone la sustitución de una economía agraria que se había mantenido en los mismos principios generales desde el Neolítico (ocho mil años atrás) por una economía basada en los procesos transformadores, en el crecimiento indefinido de la producción, y en la sociedad de consumo.
  • El movimiento obrero y las políticas sociales se ocupa de las respuestas que dan a la nueva situación los nuevos grupos de trabajadores surgidos de la revolución industrial. Pero, a la larga, el propio estado liberal deberá implicarse en estas cuestiones, con lo que aumentará su tamaño (estado del bienestar).
  • El arte del siglo XIX, con cierto retraso con respecto a otras dimensiones de la realidad, también sufrirá profundos cambios: a finales del siglo se iniciará el arte que todavía hoy podemos considerar vigente.
Puedes descargar la presentación de este tema por medio de este enlace.

Fritz Lang, Metropolis (1927). La industria moderna convertida en Moloch, devorador de seres humanos.

En este tema realizaremos las siguientes actividades:

Actividad 4.1. En un pasaje de su primera y divertidísima novela Los papeles póstumos del Club Pickwick (1836-37), Charles Dickens describe de forma humorística las elecciones al parlamento que tienen lugar en una pequeña ciudad inglesa. Realizaremos un comentario sobre algunas de las características prácticas del primer liberalismo que se ponen de manifiesto, y reflexionaremos sobre aquellas que todavía hoy perduran.

Parece que los naturales de Eatanswill, lo mismo que los de otras muchas ciudades pequeñas, considerábanse a sí mismos altamente importantes, y que cada uno de los habitantes de Eatanswill, consciente de la significación que su actitud entrañaba, sentíase impulsado a unirse en alma y cuerpo a uno de los dos grandes partidos que dividían la ciudad: los azules y los amarillos. Los azules no perdían oportunidad de mostrar su enemiga a los amarillos, así como tampoco los amarillos perdían oportunidad de marcar su oposición a los azules; y era la consecuencia que, cuando quiera que los amarillos y los azules se encontraban en algún sitio público, en el Ayuntamiento, en la feria o en el mercado, no tardaban en promoverse disputas y cruzarse entre ellos gruesas palabras. Con tales disensiones sería ocioso decir que todo en Eatanswill se hacía cuestión de partido. Si los amarillos proponían renovar la cubierta del mercado, ya estaban los azules provocando asambleas públicas para denunciar el proyecto; si proponían los azules la erección de una bomba adicional en la calle Alta, los amarillos levantábanse como un solo hombre y se manifestaban contra aquella enormidad. Había tiendas azules y tiendas amarillas, posadas azules y posadas amarillas; hasta en la iglesia misma había nave azul y nave amarilla.
Claro está que cada uno de estos poderosos partidos había de tener indispensablemente un órgano representativo, y, por consiguiente, había en la ciudad dos periódicos: La Gaceta de Eatanswill y El Independiente de Eatanswill; el primero propugnaba las ideas azules, y marchaba el segundo resueltamente según los derroteros amarillos. Eran magníficos periódicos. ¡Qué artículos de fondo, qué ataques tan enconados! «Nuestro indigno colega La Gaceta», «ese desdichado y cobarde periódico El Independiente», «ese falso e injurioso papelucho El Independiente», «ese vil y calumnioso libelo La Gaceta»; estas y otras pullas por el estilo aparecían profusamente en las columnas de cada uno, en todos los números, y despertaban en el pecho de los ciudadanos las más intensas emociones de indignación y de contento.
Mr. Pickwick, con sus habituales sagacidad y previsión, había elegido para su visita a la ciudad un momento especialmente oportuno. No se conoció jamás una contienda semejante. El honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, era el candidato azul, y Horacio Fizkin, Esq. [Abreviación de Esquire, rango inmediatamente inferior al de caballero (Knight). (N. del E.)], de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, había sido elegido por sus amigos para defender los intereses amarillos. La Gaceta avisaba a los electores de Eatanswill que los ojos no sólo de Inglaterra, sino de todo el mundo civilizado, estaban fijos en ellos; y El Independiente demandaba imperiosamente si los habitantes de Eatanswill eran aún los grandes ciudadanos de siempre, o bajos y serviles instrumentos, que ni merecían el nombre de ingleses ni los bienes de la libertad. Nunca habían agitado a la ciudad tan profundas conmociones.
Caía la tarde cuando Mr. Pickwick y sus compañeros, acompañados de Sam, descendieron de la baca del coche de Eatanswill. Grandes banderines de seda azul campeaban en las ventanas de la posada de Las Armas de la Ciudad, y en todas las vidrieras veíanse pasquines que en gigantescos caracteres anunciaban que el comité del honorable Samuel Slumkey allí se hallaba constituido en sesión. Una muchedumbre de ociosos se hallaba estacionada en la carretera, mirando a un hombre que en el balcón enronquecía hablando para sí, a lo que parecía, con el rostro enrojecido, en favor de Mr. Slumkey; mas la fuerza y la consistencia de sus argumentos resultaban casi vencidos por el constante batir de cuatro grandes tamboriles, que el comité de Mr. Fizkin había colocado en la esquina de la misma calle. Detrás del fogoso orador había un vivaracho hombrecito, que se quitaba el sombrero de cuando en cuando y excitaba los clamores de la plebe, que respondía con el mayor entusiasmo, y como el orador proseguía su arenga con la cara más roja cada vez, parecía que la multitud respondía a su propósito lo mismo que si todos lo hubieran oído.
No bien bajaron del coche los pickwickianos, viéronse rodeados por una parte de la masa ciudadana, que prorrumpió en tres aclamaciones ensordecedoras, las cuales, coreadas por la totalidad (porque no es necesario en modo alguno que una muchedumbre conozca la finalidad de sus aclamaciones), se convirtió en un tremendo mugido de triunfo, que suspendió hasta el discurso del hombre del balcón.
—¡Hurra! —gritó la masa, por último.
—Otro viva —chilló el hombrecito del balcón.
Y de nuevo gritó la multitud, cual si fueran sus pulmones de hierro fundido guarnecido con nervios de acero.
—¡Siempre Slumkey! —rugió la multitud.
—¡Siempre Slumkey! —coreó Mr. Pickwick quitándose el sombrero.
—¡Nunca Fizkin! —gritó la multitud.
—¡Nunca! —respondió Mr. Pickwick.
—¡Hurra!
Vino después otro espantoso rugido, semejante al que produce toda una casa de fieras cuando el elefante toca la campana para el fiambre.
—¿Quién es Slumkey? —murmuró Mr. Tupman.
—No lo sé —replicó en el mismo tono Mr. Pickwick—. ¡Chist! No pregunte. En estos casos lo mejor es hacer lo que hace la multitud.
—Pero, ¿y si hubiese dos multitudes? —sugirió Mr. Snodgrass.
—Pues se grita lo que grite la mayor —replicó Mr. Pickwick.
Cien volúmenes no podrían decir más.
Entraron en la casa, haciéndoles paso la multitud que vociferaba escandalosamente. Lo primero que tenían que hacer era procurarse habitaciones para la noche.
—¿Podemos tener camas aquí? —preguntó Mr. Pickwick, llamando al camarero.
—No lo sé, sir —replicó el hombre—; temo que esté llena la casa, sir...; preguntaré, sir.
Partió con este objeto y volvió a poco, para preguntar si los caballeros eran azules.
Como ni Mr. Pickwick ni sus compañeros tenían interés por ninguno de los candidatos, se hacía bien difícil dar una respuesta. En este dilema se acordó Mr. Pickwick de su nuevo amigo Mr. Perker.
—¿Conoce usted a un caballero llamado Perker? —pregunto Mr. Pickwick.
—Ya lo creo, sir: el agente del honorable Mr. Samuel Slumkey.
—Es azul, creo.
—¡Oh, sí!
—Pues entonces nosotros somos azules —dijo Mr. Pickwick.
Pero advirtiendo que el hombre parecía desconfiar de aquella declaración acomodaticia, le dio su tarjeta y le pidió que se la presentara a Mr. Perker, si por casualidad se hallaba en la casa. Retiróse el camarero, y reapareciendo casi inmediatamente con la súplica de que Mr. Pickwick le siguiera, le condujo a un salón del primer piso, donde estaba Mr. Perker sentado junto a una larga mesa cubierta de libros y papeles.
—¡Ah..., ah, estimado amigo! —dijo el hombrecito, adelantándose. Encantado de verle, estimado amigo. Tenga la bondad de sentarse. Veo que ha llevado usted a efecto su intención. ¿Ha venido usted a ver una elección... eh?
Mr. Pickwick replicó afirmativamente.
—Lucha reñida, estimado amigo —dijo el hombrecito.
—Me alegro de saberlo —dijo Mr. Pickwick frotándose las manos—. Me gusta ver encenderse el patriotismo allí donde se le requiere... ¿De modo que es una lucha enconada?
—¡Oh, sí! —dijo el hombrecito—, muchísimo. Hemos abierto todas las tabernas del pueblo, y sólo hemos dejado las cervecerías a nuestro adversario...; golpe de política magistral ¿verdad, estimado amigo?
Sonrió el hombrecito placentero y tomó un polvo de rapé.
—¿Y cuál es el resultado probable? —preguntó Mr. Pickwick.
—Dudoso, estimado amigo; dudoso por ahora —replicó el hombrecito—. La gente de Fizkin tiene encerrados treinta y tres votantes en la cochera de El Ciervo Blanco.
—¡En la cochera! —dijo Mr. Pickwick, sorprendido por este segundo golpe de política.
—Los tienen encerrados hasta que los necesiten —prosiguió el hombrecito—. El objeto es, sabe usted, impedir que nos apoderemos de ellos; y aunque pudiéramos, de nada nos serviría, porque los tienen muy borrachos. Gran muñidor es el agente de Fizkin... hombre listo.
Mr. Pickwick le miraba sin decir nada.
—Pero tenemos gran confianza, sin embargo —dijo Mr. Perker, bajando la voz hasta quedar en murmullo—. Anoche tuvimos aquí un té ... cuarenta y cinco mujeres, estimado amigo... y a cada una le dimos al salir un quitasol verde.
—¡Un quitasol! —dijo Mr. Pickwick.
—Así, estimado amigo, así. Cuarenta y cinco quitasoles verdes, a siete chelines y medio cada uno. A todas las mujeres les gustan los trapos...; es extraordinario el efecto de estos quitasoles. Esto nos atrae a sus maridos y a la mitad de sus hermanos; hunde las medias, los paños y todas estas bambollas. Idea mía, querido. Llueva, granice o haga sol, no anda usted cuatro pasos por la calle sin ver media docena de quitasoles.
El hombrecito se entregó a una alegría convulsiva, que sólo se aplacó por la llegada de un tercer personaje.
Era éste un hombre alto y delgado, de terrosa frente amenazada de calvicie, y en su faz mezclábase la solemnidad con un aire de profundidad insondable. Vestía pardo sobretodo, chaleco negro y pantalón castaño. De su chaleco pendían los lentes, y llevaba en su cabeza un sombrero de baja copa y anchas alas. El recién venido fue presentado a Mr. Pickwick como Mr. Pott, el editor de La Gaceta de Eatanswill. Después de unas cuantas frases preliminares, dirigióse Mr. Pott a Mr. Pickwick y dijo con solemnidad:
—Esta lucha debe interesar mucho en la metrópoli, ¿verdad, señor?
—Creo que sí —dijo Mr. Pickwick.
—A lo cual creo tener razón para suponer —dijo Mr. Pott, mirando hacia Mr. Perker en demanda de corroboración—, a lo cual tengo razón para suponer que ha contribuido en alguna manera mi artículo del sábado.
—Es indudable —dijo el hombrecito.
—La prensa es una máquina poderosa, señor —dijo Mr. Pott.
Mr. Pickwick asintió plenamente a esta opinión.
—Pero estoy seguro, señor —dijo Mr. Pott—, de no haber abusado nunca del enorme poder de que dispongo. Estoy seguro, señor, de no haber emplazado el noble instrumento que tengo en mis manos contra el sagrado fuero de la vida privada ni contra el quebradizo tesoro de la reputación individual... Creo, señor, haber empleado mis energías... en empresas..., por humildes que sean, como sé que lo son..., encaminadas a defender los principios de... que... son...
Como el editor de La Gaceta de Eatanswill pareciese vacilar en este punto, Mr. Pickwick acudió en su ayuda, y dijo:
—Desde luego.
—¡Y qué —dijo Mr. Pott—, permítame que le pregunte, como a hombre imparcial, cuál es el estado de la opinión pública en Londres por lo que se refiere a mi polémica con El Independiente?
—Extraordinariamente excitada, sin duda —terció Mr. Perker con gesto malicioso, tal vez casual.
—La polémica —dijo Mr. Pott— seguirá mientras yo tenga fuerza y salud y el poco talento de que estoy dotado. De esta lucha, señor, aunque pueda trastornar el espíritu público, excitar sus sentimientos y hacerles incapaces para el cumplimiento de sus deberes diarios; de esta lucha, señor, nunca desertaré hasta que siente mi planta sobre El Independiente de Eatanswill. Deseo que el público de Londres y el de esta comarca sepan, señor, que pueden confiar en mí... que nunca he de abandonarle, que estoy resuelto a permanecer en la vanguardia, señor, hasta lo último.
—Su conducta es nobilísima, caballero —dijo Mr. Pickwick estrechando la mano del magnánimo Pott.
—Por lo que veo, señor, es usted un hombre de sentido y de talento —dijo Mr. Pott, ahogándose casi en la vehemencia de su patriótica declaración—.
[...]
El ruido y el jaleo que vinieron con la mañana fueron suficientes para alejar de la mente más visionaria y romántica cualquier impresión que no tuviese conexión directa con la elección inmediata. El redoble de los tambores, el sonido de cuernos y trompetas, el clamoreo de los hombres y el pisar de los caballos retumbaron por las calles desde los primeros albores del día, y las frecuentes peleas entre los chiquillos de uno y otro bando animaban los preparativos y les daban pintoresca variante.
—Bien, Sam —dijo Mr. Pickwick al ver aparecer en su dormitorio a su criado cuando ya terminaba de vestirse—; ¿mucha animación hoy, supongo?
—Regular, señor —replicó Mr. Weller—; nuestra gente se ha reunido en Las Armas de la Ciudad y están ya roncos de gritar.
—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Demuestran adhesión a su partido, Sam?
—Nunca vi igual devoción en mi vida, señor.
—¿Enérgicos, eh? —dijo Mr. Pickwick.
—Extraordinariamente —replicó Sam—; no he visto jamás comer y beber como ellos. No sé cómo no temen reventar.
—Ésa es la cortesía mal entendida de la gente de aquí —dijo Mr. Pickwick.
—Muy probablemente —replicó Sam, lacónico.
—Hermosos, frescos, entusiastas muchachos parecen —dijo Mr. Pickwick mirando por la ventana.
—Muy frescos —replicó Sam—; yo y los dos camareros de El Pavo hemos estado regando a los electores que allí cenaron anoche.
—¡Regando a los electores! —exclamó Mr. Pickwick.
—Sí —dijo el criado—; cada uno se durmió donde fue a caer. Esta mañana fuimos arrastrándoles uno a uno hasta ponerlos debajo de la manga, y ya están medio en condiciones. El comité nos ha pagado por esa tarea a un chelín por cabeza.
—¡Qué cosas más extrañas! —exclamó estupefacto Mr. Pickwick.
—Pero, hombre de Dios, señor —dijo Sam—, ¿dónde le han bautizado a usted tan a medias?... Eso no es nada, nada.
—¿Nada? —dijo Mr. Pickwick.
—Absolutamente nada, sir —replicó el criado—. La noche anterior al día de la última elección de aquí el partido contrario sobornó al repostero de Las Armas de la Ciudad para que compusiera el aguardiente de catorce electores que paraban en la casa.
—¿Qué entiendes tú por componer el aguardiente? —preguntó Mr. Pickwick.
—Pues echarle láudano —replicó Sam—. Con lo cual los mandaron a dormir hasta doce horas después de terminada la elección. Como experimento, se llevó a uno de los hombres que estaba completamente dormido en una camilla; pero no sirvió, no le contaron el voto; así que se lo volvieron a traer y le dejaron otra vez en la cama.
—Extrañas prácticas —dijo Mr. Pickwick para sí y dirigiéndose a Sam.
—Pero no tan raras como una que le ocurrió a mi padre aquí mismo en tiempo de elección, señor —replicó Sam.
—¿Qué fue eso? —preguntó Mr. Pickwick.
—Pues que una vez vino aquí con un coche —dijo Sam—. Llegó la elección y se le alquiló por uno de los partidos para traer votantes de Londres. Cuando la noche anterior iba a marchar, el comité del otro bando le mandó buscar secretamente, siguió al mensajero... un gran salón... muchos caballeros... montones de papeles, plumas, tinta y todas esas cosas. «¡Ah!, Mr. Weller», dijo el presidente, «me alegro de verle, señor. ¿Cómo está usted?» «Muy bien, gracias, señor», dijo mi padre. «Espero que estará usted bien nutrido.» «Admirablemente; gracias, señor», dice el caballero. «Siéntese, Mr. Weller; haga el favor de sentarse.» Se sienta mi padre, y se ponen a mirarse los dos fijamente. «¿No se acuerda usted de mí?», dice el caballero. «No, señor», dice mi padre. «¡Oh, yo le conozco a usted», dice el caballero, «conozco a usted desde que era muchacho». «Bien; pues no me acuerdo de usted», dice mi padre. «Es muy extraño», dice el caballero. «Mucho», dice mi padre. «Debe usted tener mala memoria, Mr. Weller», dice el caballero. «Sí, es bastante mala», dice mi padre. «Así lo creo», dice el caballero. Entonces le echaron un vaso de vino y empezaron a hablarle de sus viajes, le siguieron el humor, y por fin el caballero le enseñó un billete de veinte libras. «Es muy mal camino el de Londres acá», dice el caballero. «Por todas partes hay malos caminos», dice mi padre. «Sobre todo por el canal, según creo», dice el caballero. «Paso endiablado», dice mi padre. «Bueno, Mr. Weller», dice el caballero. «Usted es un gran cochero y hace lo que quiere con sus caballos; lo sabemos bien. Aquí le queremos a usted mucho, Mr. Weller; de modo que si usted tuviera un accidente al traer a esos votantes y los volcara usted en el canal sin que se hicieran daño, esto para usted.» «Caballero, es usted muy amable», dice mi padre, «y voy a beberme a su salud otro vaso de vino», lo cual hizo, se guardó el dinero y se marchó después de saludar. ¿Querrá usted creer, señor —prosiguió Sam mirando a su maestro con indescriptible descaro—, que el mismo día en que trajo a los votantes volcó el coche en ese mismo sitio y cayeron todos al canal?
—¿Y salieron luego? —inquirió Mr. Pickwick ansiosamente.
—Creo —replicó Sam tranquilamente— que pereció un anciano; sé que se encontró su sombrero, pero no estoy seguro de que su cabeza estuviera dentro. Pero lo que me choca es la extraordinaria y maravillosa coincidencia de que, después de lo que había dicho aquel caballero, volcara el coche de mi padre en aquel sitio aquel día.
—Es, indudablemente, una rara casualidad —dijo Mr. Pickwick—. Pero cepíllame el sombrero, porque Mr. Winkle me llama para el almuerzo.
[...]
El patio de la cochera manifestaba síntomas inequívocos de la gloria y la fuerza de los azules de Eatanswill. Veíase un regular ejército de banderas azules, unas con un asta y otras con dos, exhibiendo adecuadas divisas en caracteres dorados de cuatro pies de alto y de un grueso proporcionado. Había una numerosa banda de trompetas, bombardinos y tambores colocados de a cuatro en fondo, ganándose el dinero a maravilla, especialmente los tambores, que mostraban gran desarrollo muscular. Había retenes de policías con bastones azules, veinte representantes del comité con bufandas azules y una mediana masa de votantes con azules cocardas. Había electores a caballo y electores a pie. Un carruaje abierto de cuatro caballos estaba preparado para el honorable Samuel Slumkey y cuatro coches en tronco para sus amigos y corifeos; ondeaban las banderas, tocaba la banda, juraban los policías, vociferaban los veinte hombres del comité, rugía la multitud, piafaban los caballos, sudaban los postillones, y todo y todos, aquí y acullá, se agitaban en servicio, y para honor, gloria y renombre del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, uno de los candidatos señalados para representar a la villa de Eatanswill en la Cámara de los Comunes, del Parlamento del Reino Unido.
Atronadoras y prolongadas eran las aclamaciones y majestuoso el ondear de una de las banderas azules, en la que se leía: «Libertad de Imprenta», cuando la terrosa frente de Mr. Pott se hizo visible a la multitud en una de las ventanas. Fue inenarrable el entusiasmo que se produjo cuando el honorable Samuel Slumkey, con botas altas y corbata azul, se adelantó y estrechó la mano de Pott, dando a la multitud por medio de gestos expresivos testimonio dramático de su gratitud imperecedera a La Gaceta de Eatanswill.
—¿Está todo listo? —dijo a Mr. Perker el honorable Samuel Slumkey.
—Absolutamente todo, señor —fue— la respuesta del hombrecillo.
—¿Nada se ha olvidado, supongo? —dijo el honorable Samuel Slumkey.
—Nada ha quedado por hacer, señor, nada. A la puerta de la calle hay veinte hombres perfectamente lavados para que usted les estreche las manos, y seis niños en brazos para que usted les acaricie las cabecitas y pregunte por su edad; fijese bien en los niños, señor...; estas cosas son siempre de gran efecto.
—Tendré cuidado —dijo el honorable Samuel Slumkey.
—Y tal vez, mi querido señor —dijo el precavido hombrecito—, tal vez, si usted pudiera, no quiero decir que sea indispensable; pero si usted pudiera besar a alguno de ellos, produciría en las masas una gran impresión.
—¿No sería del mismo efecto que lo hiciesen el proclamador o el segundo? —dijo el honorable Samuel Slumkey.
—Temo que no —replicó el agente—; si lo hiciera usted mismo, señor, me parece que le haría a usted muy popular.
—Muy bien —dijo el honorable Samuel Slumkey con aire resignado—; entonces hay que hacerlo.
—Ordenad la procesión —gritaron los veinte del comité. En medio de las aclamaciones de la agolpada muchedumbre, colocáronse en debida forma los policías, los hombres del comité, los votantes, los jinetes y los carruajes. Cada uno de los coches de dos caballos contenía a todos cuantos en ellos cabían de pie. En el de Mr. Perker iban Mr. Pickwick, Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y una media docena de miembros del comité.
Hubo un momento de solemne expectación para esperar a que se incorporara a la procesión, subiendo a su coche, el honorable Samuel Slumkey. De pronto se produjo en la multitud un nutrido griterío.
—Ya sale —dijo el pequeño Mr. Perker, excitadísimo; tanto más cuanto que la posición de los ocupantes del coche no les permitía observar lo que ocurría por delante.
Se oyó otro viva mucho más alto.
—Ha estrechado las manos a los hombres —gritó el pequeño Perker.
Otra aclamación mucho más vehemente.
—Ha acariciado a los niños en la cabeza —dijo Mr. Perker temblando de ansiedad.
Rasgó el aire en aplauso estrepitoso.
—¡Ha besado a uno de ellos! —exclamó, deleitado, el hombrecito.
Se oyó otro rumor.
—Ha besado a otro —gritó entusiasmado el agente. Un tercer aplauso.
—¡Está besándolos a todos! —gritó fuera de sí el hombrecito.
Y entre los vítores ensordecedores de la multitud, la procesión se puso en movimiento.
Cómo o por qué medios resultaron mezcladas ambas procesiones, y cómo se deshizo la confusión producida, no sabríamos explicarlo. El sombrero de Mr. Pickwick cayó sobre sus ojos, narices y boca al golpe de un asta de bandera amarilla. El mismo Mr. Pickwick se describe rodeado de una muchedumbre de rostros airados y feroces en cuanto pudo darse cuenta de la escena. Una gran nube de polvo y una densa masa de combatientes. Según dice, un poder oculto le arrojó del carruaje y le forzó a empeñarse en un encuentro personal; mas no sabe decir con quién, cómo ni por qué. Luego se sintió arrastrado por los que venían de atrás hacia una escalera de madera, y al ponerse el sombrero debidamente, se encontró rodeado de sus amigos, a la izquierda de las tribunas. La zona derecha de las mismas estaba reservada para el partido amarillo, y el centro para el alcalde y sus ayudantes; uno de los cuales, el obeso pregonero de Eatanswill, tañía una enorme campana en demanda de silencio, mientras que Mr. Horacio Fizkin y el honorable Samuel Slumkey, con las manos sobre sus corazones, saludaban con suprema afabilidad al proceloso mar de cabezas que inundaba la plaza. En esto se levantó una verdadera tempestad de vítores, aullidos y gritos que hubieran desafiado a un temblor de tierra.
[...]
—¡Silencio! —gritaron los ayudantes del alcalde.
—Whiffin, manda callar —dijo el alcalde con el aire pomposo que convenía a su preeminente situación.
Obedeciendo a esta orden, ejecutó el pregonero otro solo de campana, mientras que un chusco gritaba: «¡Muffin!» [Como si dijera: «¡El pastelero!». (N. del T.)], lo que produjo otra carcajada general.
—Caballeros —dijo el alcalde, levantando cuanto pudo el tono de su voz—, caballeros. Hermanos electores de la villa de Eatanswill. Nos hemos congregado hoy con objeto de elegir un representante en lugar del difunto...
Aquí el alcalde fue interrumpido por uno de la multitud. —¡Bravo por el alcalde! —dejó oír la voz—, y que no abandone nunca el negocio de clavos y cacerolas que le ha hecho rico.
Esta alusión a las tareas profesionales del orador fue recibida por una tempestad de regocijo, que, con el acompañamiento de la campana, ahogó el resto del discurso, salvo la frase final, en la que daba gracias a la concurrencia por la atención con que le habían escuchado; expresión de gratitud que provocó otra explosión de hilaridad que duró un cuarto de hora.
Después, un alto y delgado caballero, de apretado corbatín blanco, al que la muchedumbre aconsejó repetidas veces «enviar un muchacho a su casa para preguntar si se había dejado la voz debajo de la almohada», propuso que se nombrara una persona digna y adecuada para representarles en el Parlamento, y cuando dijo que debía ser designado Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, aplaudieron los fizkinistas, y los slumkeístas aullaron con tanta pertinacia y en tan elevado tono, que tanto el orador como el adjunto podían haber emitido canciones festivas en vez de hablar, sin que nadie se diera cuenta de ello.
Después de gozar los amigos de Horacio Fizkin, esquire, de esta prioridad, un hombrecito colérico, de encendido rostro, se adelantó a proponer a otra persona digna y adecuada para representar en el Parlamento a los electores de Eatanswill; y hubiera seguido adelante el enrojecido caballero, si no se hubiera dejado dominar por la cólera al percatarse de los jocosos movimientos del público. Luego de verter unas cuantas frases de retórica elocuencia, el arrebatado caballero empezó a señalar a aquellos de los concurrentes que le interrumpían y a provocar a ciertos individuos de las tribunas, con lo cual se promovió un alboroto que le obligó a expresar sus ideas y sentimientos por medio de la mímica, dejando a poco el sitial para el adjunto, el cual pronunció un discurso escrito que duró media hora, y que no era posible interrumpir por haber sido enviado a La Gaceta de Eatanswill, en cuyas columnas se hallaba ya impreso.
Entonces Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, cerca de Eatanswill, se presentó con objeto de dirigir la palabra a sus electores. Mas no bien empezó, la banda alquilada por el honorable Samuel Slumkey empezó a tocar con tal afán, que no podía compararse con el que desplegara en la mañana. Como respuesta, los amarillos comenzaron a golpear las cabezas y espaldas de los azules, con lo cual los azules trataron de desembarazarse de sus incómodos compañeros los amarillos, siguiéndose una escena de lucha y empujones, a la que no podemos nosotros hacer más justicia que la que hizo el alcalde, que dio severas órdenes a doce alguaciles para que prendieran a los revoltosos, cuyo número ascendía a doscientos cincuenta. A todo esto, Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, y sus amigos montaron en cólera, hasta que el mencionado Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, preguntó a su contrincante, el honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, si la banda tocaba con su consentimiento; pregunta que el honorable Samuel Slumkey rehusó contestar, descargando Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, un puñetazo en el rostro del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, por lo cual el honorable Samuel Slumkey, ensangrentado, retó a un duelo a muerte a Horacio Fizkin, esquire. Ante esta violación de todas las reglas y precedentes, mandó el alcalde ejecutar otra fantasía de campana, y ordenó comparecer ante su presencia a Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, y al honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall, obligándoles a hacer las paces. A esta terrible conminación, los partidarios de ambos candidatos intervinieron, y al cabo de tres cuartos de hora de luchar uno contra otro, Horacio Fizkin, esquire, saludó al honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall; el honorable Samuel Slumkey saludó a Horacio Fizkin, esquire; calló la banda, se aquietó la multitud y empezó a hablar Horacio Fizkin, esquire.
Los discursos de los dos candidatos, no obstante diferir en otros respectos, rindieron caluroso tributo al mérito y valía de los electores de Eatanswill. Ambos manifestaron su opinión de que no existía en la tierra casta de hombres más concienzudos e independientes, más inteligentes, de mayor civismo, más nobles ni más desinteresados que aquellos que habían prometido votarle a él, cada uno de los oradores dejó traslucir su sospecha de que los electores del otro bando padecían ciertas enfermedades y hábitos de pulcritud dudosa que les incapacitaban para el cumplimiento de los deberes que habían de cumplir; Fizkin manifestóse dispuesto a conceder todo aquello que se le pidiese; Slumkey se mostró decidido a no hacer nada. Ambos declararon que el comercio, la industria, la prosperidad de Eatanswill habrían de interesarles más que cualquier otro objeto en el mundo, y cada uno se atrevió a expresar su franca certidumbre de que había de ser elegido.
En seguida se procedió a una elección de manos levantadas; el alcalde se pronunció en favor del honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall. Horacio Fizkin, esquire, de Fizkin Lodge, exigió un escrutinio, y se acordó proceder a la votación. Luego se propuso un voto de gracias al alcalde por el acierto con que había ocupado la silla [Presidencia. (N. del T.)], y el alcalde, lamentando no haber tenido una silla en que haber demostrado su acierto (pues había permanecido de pie durante toda la ceremonia), devolvió las gracias. Organizáronse nuevamente las procesiones, rodaron lentamente los carruajes entre la multitud, y la gente gritó y vociferó, mientras seguían los coches, según su capricho y gusto.
Mientras duró el escrutinio fue presa la ciudad de intensas fiebres y agitación. Todo se realizó de la manera más grata y liberal. Los artículos de beber vendiéronse baratísimos en todas las tabernas; recorrían las calles numerosas parihuelas para la conducción de los votantes a quienes pudiera acometer el vértigo, epidemia que cundió de modo alarmante entre los electores durante la contienda, y bajo cuya influencia caían al suelo en estado de la más profunda insensibilidad. Un pequeño grupo de electores quedóse sin votar aquel día. Componíase de individuos calculadores y reflexivos, a quienes no habían logrado convencer los argumentos de ninguno de los partidos, no obstante haber celebrado con ellos numerosas conferencias. Una hora antes de cerrar el escrutinio impetró Mr. Perker el honor de una entrevista privada con aquellos inteligentes y nobles patriotas. Se le concedió la entrevista. Sus argumentos fueron breves, pero satisfactorios. Los individuos fueron a la urna como un solo hombre, y cuando volvieron, también volvía triunfante el honorable Samuel Slumkey, de Slumkey Hall.

 Actividad 4.2. La nueva sociedad burguesa del siglo XIX adquiere una nueva preocupación por los niños y su educación (es lógico: son muy abundantes ya que la población europea está creciendo a marchas forzadas). Te presento a continuación dos curiosas obras especialmente dirigidas a los niños decimonónicos, en las que se les expone (de forma positiva o de forma negativa) cómo han de comportarse. La actividad consiste en leerlas (son breves) y redactar un comentario libre pero extenso sobre dichos valores. Puede ser también interesante determinar coincidencias y diferencias con los valores que dominan actualmente en nuestra sociedad.


 Si deseas aumentar tu información, aquí tienes otros curiosos documentos que aportan otros puntos de vista (un poco tremendos) a la cuestión:
 Actividad 4.3. El cuarto apartado de los apuntes trata sobre el arte. Debes realizar una presentación en la que figuren (como mínimo) imágenes y un breve texto sobre cada obra de arte (arquitectura, escultura, pintura) citada en dicho resumen:
  • Puerta de Brandeburgo (Berlín)
  • Museo del Prado (Madrid).
  • Parlamento (Londres).
  • Torre Eiffel (París).
  • Estación de St. Pancras (Londres).
  • Sagrada Familia (Barcelona).
  • Almacenes Carsons (Chicago)
  • Escultura de Cánova.
  • Pintura de David. 
  • Pintura de Goya.
  • Pintura de Delacroix
  • Pintura de Millet
  • Pintura de Monet.
  • Pintura de Van Gogh.
  • Escultura de Rodin.

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